Desde la antigüedad, la curiosidad e ingenio humano han permitido el desarrollo, prácticamente a la par, de métodos para transmitir conocimientos y de administrar, conservar y hacer crecer recursos. En las antiguas civilizaciones de Mesopotamia, Egipto y Grecia podemos rastrear las primeras prácticas de contabilidad y administración, utilizadas entonces para mantener el registro de transacciones financieras y gestionar la riqueza de negocios e individuos. Los registros contables más antiguos de los que se tiene constancia datan del IV milenio a.C. y se inscribieron en tabletas de arcilla que, en gran medida, fueron un antecedente de los libros. De modo que no resulta exagerado afirmar que la escritura y las finanzas tienen un origen y fundamentos muy similares: los de almacenar información y compartirlos con otros mediante un lenguaje o código común.

Siglos más tarde, con la invención de la imprenta en el siglo XV, nació la industria del libro. El libro es contrario a muchos artefactos tecnológicos contemporáneos, un dispositivo que no ha necesitado de rediseños profundos. Las contribuciones del libro como objeto de consumo masivo al desarrollo de la humanidad difícilmente pueden exagerarse y, si bien se ha escrito mucho sobre el tema, vale la pena detenerse en una muy particular: la popularización de los libros permitió que más personas participaran en los nacientes mercados financieros, potencializando su crecimiento.
En adelante, el pensamiento financiero produjo obras fundamentales para la filosofía e historia. En los siglos XVIII y XIX, obras como “La riqueza de las naciones” de Adam Smith o “Principios de Economía Política” de David Ricardo ayudaron a moldear la teoría económica moderna y sentaron las bases de las finanzas tal como las conocemos en la actualidad. Hasta nuestros días, los libros sobre temas financieros continúan siendo una fuente de conocimiento fundamental para los inversionistas y los profesionales de la industria.
Los vínculos históricos de las finanzas con la escritura y la lectura parecen inagotables. Sin embargo, más allá de trazar las conexiones, lo significativo de estas historias paralelas es reconocer cómo han contribuido a mejorar la productividad, el sentido de emprendimiento y el incremento del capital cultural y económico. Y, sobre todo, reconocer los lazos entre la lectura y las finanzas es dar cuenta de cómo ambas pueden desatar la creatividad e innovación humanas.

Según cifras globales, existe una correlación estrecha entre el desarrollo económico de un país y el número de libros per cápita que lee su población. Los mexicanos leemos menos de dos libros por año, mientras que en Chile se leen cinco, en Corea del Sur 11 y en Canadá 17. Estos países tienen un PIB equivalente a 1.6, 3 y 5 veces el de México, respectivamente. Este desbalance repercute en un rezago de habilidades para enfrentar los retos de un mundo complejo y, consecuentemente, en menos oportunidades y desarrollo.
Actualmente, la diversidad de formatos en los que se encuentran los libros –de los ebooks al formato tradicional, pasando por los audiolibros– permite que la lectura sea una actividad que fácilmente pueda incluirse en la cotidianidad de todas las personas. Leer nunca ha sido más fácil y, sin embargo, en México aún se lee muy poco. En nuestro país, según datos del INEGI, apenas 43.2% de la población alfabeta lee por lo menos un libro al año.
Con ello en mente, en los próximos meses los directivos de la Bolsa Mexicana de Valores recomendaremos aquellas lecturas que han marcado nuestra vida y desarrollo profesional. Hablaremos sobre libros porque estamos convencidos de que fomentar la lectura en todos los ámbitos y para todas las personas nos ayudará a construir una sociedad más equitativa y próspera.